martes, 10 de mayo de 2011

Canción de madre
Por Becky Son
Publicado originalmente en Revista La Siembra, agosto 2,010.

De todos nuestros órganos, el corazón es uno de los que más me sorprende. Nunca se detiene, rítmica e incesantemente  purifica nuestra sangre,  la irriga una y otra vez  a todo nuestro cuerpo.  Y aunque la mayor parte del tiempo pasa desapercibido, al poner especial atención se le puede escuchar, ¡está ahí! latiendo sin cesar, perseverante y fiel a su faena de cada segundo, en una  sublime danza  con la misma vida.
Pero el milagro aun es más hermoso, cuando el latido proviene de un corazón de madre, porque  aunque nadie más lo escuche,  es la canción más significativa para su hijo,  desde  que se forma dentro de su vientre.  Una canción que le dice que no está solo, que le habla de amor y protección… que le promete que todo estará bien, mientras arrulla sus más dulces sueños.

Comprendí la trascendencia de ese latido cuando di a luz a mi primer hijo. Al contacto con el aire de su nuevo mundo, lloró por primera vez, y por primera vez también consolé su llanto.  El médico lo acercó a mí, y colocó su pequeño oído justo sobre mi corazón, cuyo latir fue  el calmante  eficaz en medio de su primer desafío.  Lo que yo no supe entonces, es que con el transcurrir de los años, lo seguiría siendo.

Si tú eres madre,  es probable que sepas curar una  pierna adolorida con crema para manos, quitar el insomnio  recostándote  al  lado  unos minutos, iluminar un día lluvioso contando alguna historia, hacer olvidar un raspón con una mueca divertida. También sin duda sabes consolar con  besos sin tener que usar palabras, advertir del peligro con una sola mirada. Porque solo tú conoces ese lenguaje único que habla tu hijo: el de sus gestos, de sus ojos, de su silencio y de sus bullicios. Y  así cada vez que te acercas con la intención de ayudarle, sin importar lo efectivo que  el remedio sea, tu hijo vuelve a escuchar tu latido,  ya no audiblemente como cuando estuvo en tu vientre, pero para él,  igual de perceptible y eficaz como entonces.

Y pensar que a veces  nosotras mismas hacemos tanto ruido, sucumbiendo ante la rutina, ante los afanes sin fin de la vida moderna, silenciando tal vez sin querer, pero a fin de cuentas silenciando la canción que entonamos un día,  inútilmente intentando llenar el vacío de nuestra fuga, con juguetes, con la televisión que finge alguna compañía, y con canciones extrañas, que no podrán igualar la armonía perfecta, que Dios puso en  el  latir de un corazón de madre.

Yo propongo que hoy encontremos  la manera, de que nuestros hijos  vuelvan a escuchar ese latido. Propongo que  busquemos junto a ellos, el silencio sereno de donde solo emerge, con sencillez exquisita,  esa canción que le dice que no está solo, que le habla de amor y protección… que le promete que todo estará bien, mientras arrulla ¡todavía! sus más dulces sueños.
domingo, 17 de abril de 2011

Septiembre y mi óleo de alegría en lugar de luto


Por Becky Son
Publicación original Periódico Nuevo Tiempo, Septiembre 2,010.

El frío Septiembre con sus lluvias cargadas de melancolía me ha sorprendido de nuevo.  Días brumosos invadidos de recuerdos, y alguna inevitable lágrima escurridiza, cuando sus tardes nubladas  evocan el 14 de Septiembre del 2002…
 Me encontraba en la cama de un sanatorio, sosteniendo entre mis brazos a mí recién nacida Aneliese. En su rostro diáfano y pálido aun se podía notar el gesto de un adiós forzado, que me dolía profundamente.  Horas atrás ese día, aun jugaba dentro de mi vientre, disfrutando mi calor y yo el suyo.  Más tarde yacía entre mis brazos, y yo la extrañaba tanto.  Extrañé el encuentro de nuestras miradas que jamás sucedió, porque no pude ver sus ojitos abiertos.  Extrañé la fuerza de sus pequeñas manitas apretando mi dedo meñique, y ver crecer sus sedosos cabellos negros que prometían tanta belleza, extrañé su voz y su llanto, sus canciones de niña y los balbuceos que jamás escuché.  Mi pequeña Aneliese murió al nacer, ahogada por el cordón umbilical, al día siguiente, en vez de llevarla a la primorosa cuna que le preparé durante 9 meses, tuve que desprenderme de su pequeño y frágil cuerpo para dejarlo dentro de un ataúd, en una fría tumba.

Había soñado el privilegio de ser mamá de una niña dos años antes de lograr quedar embarazada, por lo que al confirmar el embarazo me dediqué a preparar con ilusión, la llegada de mi pequeña a casa. Con mis propias manos cosí sus ajuares, con encajes y algodones decoré su cuna. Así que perderla me llenó no sólo de tristeza, sino también de enojo, y a veces me encontré diciéndole a Jesús las mismas palabras de Marta ante la muerte de su hermano: “Señor, si hubieras estado conmigo, mi hija no habría muerto”,  (Juan  11:21) ¿Acaso no sabía Dios cuanto yo la amaba? Así divagando uno de aquellos días me encontré en un sueño: La misma sala donde di a luz, pero a diferencia del médico que me atendió en la realidad, el médico de mi sueño vestía de blanco, recibió a mi hija y la tomó en sus brazos, pero no como lo hace un médico sino como lo hace un padre, era casi palpable en la atmósfera el amor que ese hombre irradiaba por mi bebé.  Así con ella entre sus brazos, se dio la vuelta y se marchó.  Cuando desperté tenía un sentimiento bien presente, mi hija estaba en brazos de alguien que podía amarla aun más que yo, y por lo tanto darle mejor bienestar del que yo hubiera podido.  Ese día fue un descanso para mi corazón después de mi pérdida, pero solo era el principio del consuelo que Dios tenía para mí.

Tres meses  después resulté embarazada de nuevo, aunque al principio tuve temor, mi embarazo llegó a término plácidamente, sin  sufrir ningún síntoma, náuseas, mareos o dolor de espalda.  El 20 de agosto del 2,003, ya con casi 36 semanas de gestación, tropecé con una grada y caí de rodillas, debido a mi temor de que algo pudiera salir mal, fui inmediatamente a la clínica, donde recibí la inesperada noticia de que mi hija estaba por nacer.  Argumenté que aun no tenía dolores de parto, y el médico me respondió: “No importa ya le empezarán”.  Sonreí y le creí, pero me fui a casa esperando regresar cuando los dolores aparecieran, la noche transcurrió tranquila y ante la ausencia de dolores, regresé a la clínica la mañana siguiente, el doctor entonces me aplicó un medicamento  para acelerar la labor de parto y esperamos. Los dolores no llegaron jamás, pero mi hija  Amy, nació por parto natural 5 horas después, ¡entre carcajadas!, ya que el médico era bastante bromista.  Su carita al nacer era tan graciosa que hacía sonreír a quien la viera.  Definitivamente Amy no podía llegar a éste mundo de otra forma, tiene un sentido del humor tan exquisito, que me he pasado riendo  los 7 años que lleva conmigo. 

El 14 de septiembre del 2,003, un año después de haber enterrado a mi pequeña Aneliese, mi Señor no me había dejado con las manos vacías, sostenía a mi pequeña Amy en brazos, confirmando para su soberana gloria, que El consuela a todos los enlutados;  ordena que a los afligidos se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, y manto de alegría en lugar del espíritu angustiado.  Isaías 61:2-3